Wiki Creepypasta
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Comencé como todos, con una hormiga. La rocié con alcohol, y encendí la pequeña mancha transparente con un fósforo. El insecto se vio envuelto en un inmenso océano azul ardiente y emitió un chasquido apenas perceptible antes de quedar carbonizado y endurecido. 

Días después cientos de sus hermanitas idénticas caían mutiladas y semi derretidas de la pared del fondo de la casa. Había enrollado en diagonal una hoja de un periódico viejo, lo encendí por uno de los extremos, y comencé a pasarlo pegado a la pared, a unos 10 o 15 centímetros del camino continuo de insectos, que iba deshaciéndose mientras los pequeños cuerpos caían livianos y mutilados al precipicio de 3 metros que los separaba del suelo. Pensaba si las pequeñas hormigas sentirían dolor, si gritarían al quemarse vivas. 

Unos días después, una pequeña rata, buscando alimento para sus crías recién nacidas, había sido desnucada por la ratonera nueva, preparada con una irresistible y pequeña pieza de queso. Separé con cuidado y algo de dificultad el alambre de la madera de la trampa, dejé caer el cuerpo del roedor en la tierra y aprovechando que no había nadie en la casa, fui por el frasco de alcohol y la caja de fósforos.

Sentía una inmensa curiosidad por saber cómo ardería el pelo cortísimo y gris de la rata, cómo el alcohol entraría por las órbitas de los ojos saltados y la quemaría por dentro. Fue revelador. Unos minutos después supe que debía ir por las crías. Las encontré en un rincón casi inaccesible. Tres pequeñísimas y traslúcidas bolitas rosadas y alargadas.

Apenas podía distinguir la separación de los diminutos deditos y me chocaba pensar que esos pequeños puntos negros eran ojos que podían verme. Agrupé a las tres condenadas ignorantes y seguí el ritual. Esta vez, todo el resto del frasco. El corazón comenzó a latirme aceleradamente mientras raspaba la cabeza del fósforo.

Si hubiera podido verme a mí mismo a través de los ojos ardientes de las pequeñísimas ratas, hubiera visto sin dudas al demonio. La delgadísima piel apenas puso resistencia. El olor me provocó unas arcadas espantosas. Tripas y vísceras, extrañadas de su libertad, desubicadas sin una piel que las envuelva, comenzaban a salir del interior de los cuerpos.

Apenas unos segundos atrás, estaban vivas, y ahora, muertas. Apenas unos segundos. Esa idea me obsesionó años. Apenas unos segundos. Quemado vivo. No logro pensar en una relación más estrecha entre la brevedad de un tiempo y la intensidad inconmensurable de un dolor. Quemado vivo.

Recuerdo cuando una chispa apenas me rozó una milésima de segundo, en apenas un pequeñísimo punto de la mano. Grité. Insulté. Brevedad e Intensidad. ¿Cómo será ser quemado vivo?

Siguieron gallinas, perros y gatos. A las gallinas las atrapaba con un cajón que inclinaba y sostenía con un palito y una cuerda larga. Con toda la paciencia del mundo esperaba a que la gallina fuera a picotear el maíz puesto para la ocasión. Una vez atrapada, utilizaba alcohol, nafta, kerosene.

Lo que sea. Tenía que saber cómo ardería un animal mediano, vestido con tantas plumas. Cada animal de cada tamaño y edad, tenía una forma única de gritar, de chillar, de revolverse, de correr desesperado. Toda esa visión, esos sonidos me llenaban de un placer genuino. Pude vivir así, hasta que caminando por una calle por la que no había pasado nunca en mi ciudad, levanté la vista y vi el cartel bordeado de neón en letras verdes intermitentes:

“Hospital de Quemados”. 

Esa noche di vueltas en la cama. No pude dormir ni un minuto. Yo mismo estaba envuelto en las llamas invisibles de la ansiedad. Transpiraba agitado. Pensaba. Deliraba. Mi cerebro era un serpentario de miles, de millones de pequeñas víboras que se enroscaban entre si y me mordían. Con la misma sensación de alguien que siente que debe disculparse de inmediato por un mal causado; Con la misma sensación, pero en sentido contrario, sentí y supe lo que tenía que hacer:

Debía quemarlos vivos. 

Quemarlos otra vez. Quemar a los quemados. Vengar a la muerte que había sido burlada, o enseñarle a la muerte estúpida a terminar bien un trabajo. Imaginaba al niño que había estirado la mano hacia el mango de la sartén con aceite burbujeante o leche hirviendo. La lengua calcinadora y deformante del diablo probando el rostro de los pequeños, arrancando piel, derritiendo ojos.

El quemado con juegos artificiales, el brazo resbalando al interior de la inmensa freidora en la cocina de algún restaurante; la manguera perforada en la estación de servicio, el coche encendido al ser chocado de atrás; la mezcla incorrecta en el laboratorio de química. El cartel de no fumar ignorado en la pinturería. El hereje ardiendo por el amigo invisible de cientos de inquisidores hipócritas y delirantes.

Accidente, descuido, desgracia, venganza, estupidez. Todos los desafortunados congregados en un solo lugar. Animales más grandes que perros, gatos o gallinas. Varones y chicas de todas las edades. Los recién llegados aún con la ropa derretida sobre la piel viva, viva al rojo vivo, viva bajo todo el ardor insoportable de la palabra dolor. 

Durante muchos meses merodeé el hospital. La oportunidad estaba al caer. Dentro de 15 días comenzarían unas refacciones en los dos primeros pisos. Todos los pacientes fueron traslados al tercero y al cuarto. Sólo se podía entrar o salir por uno de los ascensores y por una escalera lateral. Esa noche, la noche 16, al borde de la escalera en el tercer piso, rocié el pequeño bidón escalones abajo.

Llevaba un bolso repleto de pequeños frascos de perfume, llenos de combustible. Había improvisado las mechas con trozos de pañuelo y estopa. Aquella misma mañana había retirado un encargo que llamó la atención del comerciante unos días atrás. 20 encendedores automáticos de bencina, de esos que se pueden trabar con un mecanismo y mantener la llama viva, todos inscritos con la leyenda:

“Nerón”

Así comenzó la carrera frenética. Arrojé el primer frasco encendido sobre el tablero de las luces. La oscuridad vino al instante con un corte general. Corrí por los pasillos arrojando contra los cristales de las habitaciones las pequeñas bombas incendiarias. A partir del siguiente instante sólo pude distinguir entre los gritos desesperados dos palabras: 

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Hospital de Quemados

El terror y el pánico eran ya desbordantes rebalsaban a borbotones en las enfermeras, que todavía estaban completas, simétricas y tenían la piel pintada de un solo color. Estaban a punto de conocer en carne propia lo que sabían a la distancia. Iban a vivir por primera vez el sufrimiento que consolaban en otros, y fueron conscientes de no tener idea de lo que sufrían sus protegidos. Yo reflexionaba en mi excitación sobre ese pánico de lo inevitable, que les ocurriría por primera y única vez a las enfermeras.

Pero me atrapaba más la curiosidad del otro terror. El terror fruto del reencuentro de los quemados, de los sufrientes, con su peor enemigo.

¿Dolería más la quemadura en la piel todavía salvada, o dolería más la quemadura nueva sobre la anterior.

¿Gritarían igual o más fuerte que la primera vez?

Antes de tender la soga por la última ventana de la pared contraria a donde había comenzado mi hazaña, pude distinguir una nueva palabra común a todos los quemados:

“Mátenme”… “Mátenme”…

Descendí hasta el suelo por la pared posterior y tomé cierta distancia para ver como ardía la inmensa antorcha de cemento. Mis ojos reflejaban las llamas y mi alma se sentía realizaba. Volví a mi casa y me duché. Y debo confesarlo. Esa noche dormí más plácidamente que nunca.

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