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La ciudad de la noche eterna

Había oscuridad.

Aquél joven se levantó de su cama y la única luz que percibió fue la de una lámpara a su lado en un pequeño buró gris.

Se puso de pie y asomó por su ventana; las calles eran negras y gritos desesperados llegaban a sus oídos pidiendo ayuda:

Era la voz de una mujer, sin embargo no podía ver nada porque todo era negro a sus ojos; tomó una linterna.

El alumbrado público se había apagado por quinta vez en menos de veinticuatro horas… Algo andaba mal.

Hacía tiempo que extrañas criaturas rondaban libremente en la oscuridad como si se trataran de meras sombras que nadie podía percibir.

No sabían cuantas ni donde estaban, solo debían tomar en cuenta que, cuando la luz era escasa, extraños sonidos comenzaban a emerger y era momento de tomar linternas en mano y alumbrarse. La oscuridad era peligrosa.

Había momentos en que la oscuridad se propagaba tan rápido que podía tragarse la luz y con ella a los habitantes de la ciudad… Y todo quedaba en el olvido.

Nadie recordaba como se había dado el hecho de que la luz del día desapareciese. Todos los edificios y calles de esta ciudad estaban muy bien alumbrados, dándole a sus habitantes lo mas cercano a una vida normal; una vida feliz.

Incluso la gente llegaba a creer que esa era la verdadera luz del sol, aún cuando hacía mucho que el astro no aparecía en el cielo.

El alumbrado público estaba enfilado por las calles; lámpara tras lámpara iluminaban toda la ciudad; la oscuridad era peligrosa.

Era común leer en los periódicos que gente desaparecía y era devorada por lo que no podían ver… solo quedaban rastros de sangre en el pavimento y ropa tendida como evidencia. Era peor que una epidemia.

El joven notó que el alumbrado volvía a encenderse; se asomó y vio solo algunas ropas en la calle. Un caminillo de sangre se alcanzaba a ver a su lado.

Él se sintió asustado y solo; se puso una gabardina negra y salió de casa para ver si podía hacer algo por aquella mujer, aunque sabía en lo más profundo de su ser que no tenía remedio.

Caminó por las calles de la Ciudad de la Noche Eterna, pensando.

¿Y si todas las lámparas se apagasen?

¿Qué sería de ellos?

¿De la ciudad?

Un extraño gesto apareció en su rostro al ver que, frente a él, después de caminar unas cuantas cuadras, todo el alumbrado se apagaba repentinamente; se giró para mirar a su espalda y notó que lo mismo ocurría. Se paró debajo de la lámpara que tenía más cerca… la única que mantuvo su luz.

Después de unos minutos la oscuridad se tragó la ciudad y gritos desesperados se escucharon por doquier; pedían ayuda. Sonidos extraños e irreconocibles apagaron los gritos: criqueteos, dientes, huesos rotos y roídos…

El joven aún tenía ese mismo gesto extraño en su semblante; terror y duda. A su alrededor, lejos de la luz que le protegía, podía distinguir un fuerte siseo; eran “Ellos”.

La luz de la lámpara bajo la que estaba comenzó a tintinear; el joven se pasó la lengua por los labios y sonrió temeroso.

Súbitamente la luz se apagó por completo; algo rozó sus piernas. No podía ver nada.

Escuchó una respiración en su oído y un escalofrío le recorrió el cuerpo:

–Bienvenido seas a nuestro mundo –Escuchó antes de morir.

Relato original de Karu-Alkarine

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