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Castillo divisó la fachada de La Rinconada, restaurante sito en pleno Centro Histórico de la ciudad de México, y se encaminó hacia allá. Llevaba horas sin comer y anhelaba una cerveza. El día había sido muy caluroso.

Era la una y media. Entró en el local del siglo XVI, donde predominan la cantera y muebles de madera genuina; no había comensales a la vista. Un mesero de moño y chaleco negros le dijo que tomara asiento donde gustara; Castillo lo barrió con la mirada, pasó de largo la primera sección de mesas, subió dos escalones a la derecha y acabó ante la barra, de gruesa madera y con copas colgantes y cantidad de botellas en estantes. Junto a la barra había una mesa, a la que Castillo se dirigió.

—Perdone —dijo el mesero—.Esa mesa está apartada.

Castillo se detuvo un instante, ya molesto (era harto e irritable), encaró al hablante y le pidió que probara su dicho.

—Ni siquiera hay un anuncio de "reservado" ni nada por el estilo-agregó ásperamente.

—Sí —titubeó el mesero—, pero es la mesa del Lic. Galindo.

—Yo llegué primero —dijo Castillo, quitándose el saco y poniéndolo en el respaldo de una de las sillas (la mesa estaba rodeada de cuatro). Enseguida tomó asiento, pidió una cerveza y la carta.

—En serio, jefe —dijo el mesero—. Estas mesas de acá también están disponibles...

—Me quedaré aquí —Castillo se aflojó la corbata—. Si llega Galindo, que se siente en otro lado.

El mesero había palidecido.

—Es que ya está ahí —afirmó—, donde usted está sentado.

Castillo rió con soltura.

—Ya entiendo —dijo—. Es una de esas historias de fantasmas que pululan en restaurantes del Centro, ¿no? Mira, no me hagas enojar en serio. Sírveme una Corona y tráeme la carta. ¡Muévete!

El mesero dio un respingo y se alejó. Castillo iba a refunfuñar cuando le sobrevino una parálisis corporal completa, que lo hizo temer por su vida. Notó que solo podía mover los ojos. El miedo afloró en él. Tras medio minuto fue preso de un temblor generalizado, que no tardó en convertirse en un zarandeo violento.

Castillo intentó gritar en vano, al tiempo que oteaba hacia el lugar por donde había desaparecido el mesero. Nadie venía.

Gracias a un esfuerzo supremo, logró medio incorporarse, pero no se evadió sin ayuda, sino gracias a un empujón que lo mandó lejos de la mesa, contra un muro cercano donde se impactó con brutalidad.

Acabó de medio lado en el suelo, jadeando y con los ojos cerrados. Alguien o algo le arrojó el saco a la cara.

Cuatro meseros y el encargado del sitio lo descubrieron (acto que lo hizo debatirse como si aún luchara contra el fantasma) y lo ayudaron a levantarse.

—¿Qué diablos pasó? —preguntó Castillo a gritos, desasiéndose con furia de las manos de los meseros.

—Fue el licenciado Galindo —dijo el encargado, que llevaba treinta años en el establecimiento—, un abogado que vino diariamente durante veinticinco años, hasta que un infarto lo mató. Pero es claro que sigue viniendo a sentarse en su mesa de siempre.

—Y ¿por qué no quitan la maldita mesa? —bramó Castillo mientras se ponía el saco y se alejaba de aquella.

—Lo hemos intentado —dijo el encargado—, pero excuso decirle cómo nos ha ido. ¿Quisiera usted sentarse acá?

—¡Me largo de aquí! —gritó Castillo, apartando al hablante de un empujón y enfilando a la salida.

Lo vieron irse y escucharon, tragando saliva, cómo se reacomodaba la silla del Lic. Galindo.

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