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La fría mañana y la helada luz intercedían en la habitación de Kö. Le gustaba la iluminación, igual que le agradaba que al despertar la mirada penetrante de IIda lo examinara con total interés. El interés de una amante, y la ternura de una mujer se presentaban en esa mirada que él deseaba. Le encantaba esta manera de despertar, para sí Kö se guardaba este magnífico placer mañana con mañana y día a día su deseo por que la noche llegara a los cielos era tan grande que contaba los segundos que faltaran y así tener la oportunidad de dormir nuevamente. Al despertar Ilda lo miraría de esa manera que tanto idolatraba. Como complemento, la fresca brisa de la mañana que el clima de campo brindaba a la tan iluminada habitación, se manifestaba en toda su plenitud y le acariciaba el rostro de Kö con parsimonia. La ventana del cuarto era muy grande, por lo que de todas las cosas presentes, la que más impresión causaba era la amplia vista y la iluminación relajante que brindaba la ventana a su usuario. A Kö le gustaba esa vista en niveles similares al gusto que profesaba por la aguda mirada de Ilda por las mañanas.

El mínimo malestar paseo por su corazón cuando un día al despertar la cegadora luz que le bautizaba a cada amanecer se ausentó. Kö se percató rápidamente de su falta de claridad. En la oscuridad, ella había entrado a la habitación que siempre iluminada se mantenía. Pero, ahora, lo único que entraba por su querida ventana, era el canto de las aves, característico sonido de la mañana en los recónditos y salvajes lugares de este insólito mundo.

Solo esa melodía natural llenaba con alegría los ahora nuevos tonos negros del espacio conyugal, de su santuario iluminado. Ilda siempre hablaba con cariño. Sentada al lado de su amado, utilizó dos palabras que causaron la ira del corazón de Kö:

- ¿Te gusta? Kö fue atravesado en ese momento por mil ponzoñosas agujas, su corazón perdió el pasmado matiz de amor y dejó de palpitar por miedo a lo que sentía su dueño.

Los pájaros huyeron en ese instante. El silencio… la oscuridad… el odio. La perfección había sido apagada. Un cuadro muy recientemente obtenido por Ilda, colgaba sarcástico e insulso de la ventana. El arte opaca arte. El cuadro contenía un tejido de proporciones gigantes, una especie de diseño inca se enmascaraba dentro de esas cuatro esquinas de madera y con un diseño zoomorfo y colores vistosos se presentaba ante ambos, tapando la ostentosa luminosidad de la mañana. A Kö no le gustaba ese tipo de arte, lo humano estaba profanado para él.

Era un insulto para la creación y una blasfemia ante la presencia del artista divino. Ilda lo colgó mientras estaba dormido. Kö sintió las mil agujas hirviendo adentro de su carne, quemando toda paz y tranquilidad. E imaginando el momento en que su amada colocó ese cuadro, sus poros lloraron sangre en ese instante y Kö articuló:

- ¿Por qué? ¿Por qué esta desgracia cae sobre mí? ¿Cómo es posible que el arte sea cubierta? Y que la belleza sea opacada por mi perfección. Tú, perfección mía… ¿Tú eres la culpable Ilda, libre mariposa en que mis suspiros residen, de esta injuria? El castigo más asqueroso caerá sobre ti, por tu insolencia. Un castigo por arruinar a la musa iluminada que se presenta todas las mañana ante mí.

– La sonrisa más deforme de la expresión humana se esbozo en la faz de Kö – Deja que la agobiadora culpa se adueñe de ti y te destruya, te carcoma y te asesine. Ilda, se aterrorizó, una mirada llegó de su cuerpo en respuesta a la sonrisa del insultado.

Kö caminó a la entrada de su santuario sin dejar de ver con esos blancos ojos a su amor manchado, fijamente, fríamente, impasiblemente. De pronto desapareció en el albor de la puerta. Ilda corrió, tomó el gigantesco cuadro andino y con sorprendente nerviosismo lo quitó dejándolo en el suelo de manera horizontal dejando crecer la luz dentro de la habitación e inundando así los terrenos de la molesta oscuridad.

Al voltear, en la puerta de la habitación apareció una sombra iluminada. Un Kö inexpresivo con los ojos blancos puestos al cielo y un lujoso cuchillo como acompañante se manifestaron al cruzar la entrada. Jugó con el arma, pasando de mano en mano, lamiendo el filo, tirando al aire y cazándolo en su bajada, Kö y su batuta orquestada para asesinar estaban preparados.

- Has insultado la existencia, has salpicado la dignidad, has asesinado mi gozo y disfrute ¡Tú, hembra maldita, mereces el castigo de castigos por arruinar mi perfección!

Un segundo transcurrió de la entrada a la par de la ventana, del cuchillo en mano, al cuchillo en corazón e Ilda murió. Su sangre aún yace derramada en el cuadro andino, ese día la luz de la mañana se bautizó de carmesí y la noche no se atrevió a llegar. Kö durmió con los ojos abiertos al vacío. Su luz, su perfección era tanta que solo pudo dormir de esta forma.

Al siguiente día, la claridad no llegó. Como si el suceso contaminado del día anterior se renovara en macabra hora. La sombra dentro de la oscuridad apagaba el hilo de luz que de la ventana se despegaba con sutileza. Kö molesto se levantó de la cama que aún recordaba la sensación de Ilda y que guardaba su suavidad. Kö no despertó con su claridad, ni con los ojos que halagaba dándoles altos calificativos. En su lugar, la negrura de una noche y los muertos ojos de Ilda le envolvieron a su despertar. El cadáver de la amada esposa dormita en el piso bautizado por la lobreguez y el protervo cuadro andino inexplicablemente colgaba nuevamente cubriendo la ventana.

El engaño y la maldición existencial cubrían la vida de Kö, quién incapaz de hacer algo contra los designios del lujurioso destino, solo al silencio respondía silenciosamente. El atormentado Kö que había perdido la luminaria de sus días por un cuadro andino, tomó el cuchillo que aún fijado como planta estaba en el corazón de Ilda, atravesando carne y huesos. Con la ira profunda y mancillada, con cortes perfectos, con estrechez en plenitud; Kö rasgó el cuadro y se hizo la luz.

Rayo por rayo, la iluminación cubrió el santuario y la exquisitez renació. Ilda yacía con ojos agonizados en el suelo; sus manos, sus pies, su torso, su cabeza, postrados ante la blancura más espeluznante, la luz natural. Y develando cada parte sí, Kö se sorprendió al ver que su humanidad perfecta, su Ilda, estaba viva. El amante existencial sonrió ante la plenitud de su suerte, el cuadro descansaba destruido y su amada estaba viva. El deseo atravesó un corazón en la oscuridad iluminada y con mucha armonía, Kö sentado al lado de Ilda, la besó abrazándola.

Caricias lentas y sencillas con la mano viajaban por la espalda, cuando Kö sintió una textura distinta a la suave carne. Un frío pedazo de tela pegado al corazón como parche al alma, llenaba el espacio vacío, producido por el cuchillo.

- ¿Qué maldición? ¿Qué incuria cronológica? Malditos son los trastornos del destino en las frías horas de la existencia, en que mi amada mujer, digna de halagos y cumplidos que hasta la perfección se vuelve insidiosa con su presencia; ha sido llenada de tela… de porquería humana. Pero la imperfección es de todos males, el más aceptable y solucionable, que con la simple anulación de su existencia es curado por siempre.

El fino cuchillo tirado en el suelo, fue agarrado por las manos de Kö, una, dos, tres, mil veces… el remiendo cedió ante la agresividad. E Ilda cayó muerta nuevamente. El asesino dando su rostro a la claridad lloró por su desgracia e ilusión. Un vaivén emocional se amontonaba en su corazón. El miedo ante lo impasible le llenaba, había dado muerte a su mujer reverenciada dos veces. Entonces, Kö se percató de su obra incompleta, su manifiesto artístico estaba inconcluso con pesadez y penumbra. Tomó el cuerpo de Ilda, lo llevó hacia abajo donde la luz era ausente por falta de ingenio y con el mismo cuchillo cortó a Ilda en finos pedazos, exprimió su carne, amaso sus músculos, rompió su huesos y dejó sus ojos como recuerdo. Y luego en un fino banquete solitario y al sonido de un búho distante, Kö devoró a Ilda. La noche llegó momento en que el artista de lo muerto, durmió apaciblemente en su lecho. Con ansías de que al despertar la luz le bañara en plenitud y que los ojos de Ilda colocados en la almohada contigua lo observaran con curiosidad.

Kö despertó en una profunda oscuridad, un espejo en donde en algún momento estuvo un cuadro andino tapaba su ventana. Y la figura de Ilda parada enfrente lo acarició sonriendo. Con suavidad, Kö se percató que no podía moverse. Parches por todas partes cubrían la figura de su amada. Solo… dos ojos salidos y resaltados con una mirada que solo Ilda poseía, lo examinaban con total interés dentro de esa figura cubierta de tela andina. Ojos que el día anterior eran lo único que permaneció después del banquete. El interés de una amante y la ternura de una mujer se presentaban en esa mirada que él enfrentaba. Ilda hizo una mueca con ese nuevo y misterioso aspecto, dirigiéndose a un Kö desfallecido dijo: - ¿Te gusta? Y quitándose de enfrente, el espejo reflejó una imagen. Kö distinguió en la opacidad, dos ojos que colocados en la almohada lo observaban con curiosidad. Y Kö se volvió loco...

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