Wiki Creepypasta
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Dicen que los que buscan, encuentran.

Dicen que los que lloran serán consolados.

Dicen que los que quieren poder y lo buscan, lo tendrán.

Lo que nadie dice es el precio que tienen que pagar.

El

Esta es la historia de un joven llamado Jonás, que tenía casi todo para ser perfecto. Era guapo, pero entre sus amigos había uno que tenía más éxito con las chicas. Le gustaba el deporte, jugaba a toda clase de juegos, baloncesto, fútbol, practicaba artes marciales, pero siempre era segundo en todo, siempre tenía a uno que le superaba. Y lo peor de todo era que esa persona era su mejor amigo Pete.

No era envidioso, pero siempre que le superaba se sentía humillado. Cada día que entrenaba lo hacía con rabia, deseando superar a Pete en algún momento. Era más alto que él, tenía más músculo y, cuanto más se preparaba, Pete siempre iba un paso por delante.

Jonás no soportaba ver cómo la chica que le gustaba estaba con Pete y que todas las medallas de las competiciones a las que se presentaba, invariablemente eran de plata. Pete y él eran uña y carne y lo cierto es que siempre se apuntaban a lo mismo porque si no estuvieran juntos ni siquiera se molestarían. Era su mayor pasatiempo competir juntos. Jugaban con el mismo equipo de fútbol y siempre elegían a Pete como delantero centro y él era quien le hacía los pases. Ganar los partidos era una cosa trivial para ellos, pero siempre era Pete el que estaba sobre los hombros de los demás, el que recibía todo tipo de cartas de admiradoras secretas. Él solo era su sombra. Y estaba harto.

Sin embargo, era leal a su amigo y no tenía motivos para odiarle. Simplemente le envidiaba y trataba de superarle cada día. Estaba seguro de que, sin Pete, él no sería ni la mitad de esforzado en sus propósitos. Además de estar un paso por delante, le forzaba siempre a intentar superarle y eso, indirectamente era el motivo por el que se superaba a sí mismo diariamente. Lo sabía y por eso aceptaba de buen grado el papel de número dos.

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Un hombre les había estado observando durante semanas sin que ambos se percatasen. Se trataba de un individuo delgado, con cara de drogadicto, ojeras pronunciadas y piel pálida, pero con una mirada penetrante que parecía leer los más recónditos pensamientos y deseos. Cuando Jonás abandonaba la pista de atletismo y se separó de Pete, el hombre le estaba esperando y se le acercó.

-Hola, Jonás -le dijo- He estado observándote.

-¿Le conozco? -replicó- Déjeme en paz.

-Tengo algo que ofrecerte, algo que te hará mucho más fuerte, más ágil y mucho más listo de lo que ya eres.

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-No me interesan las drogas.

-No, no, no -dijo el hombre- Tengo lo que buscas, tú, el número dos, la sombra de tu amigo Pete. ¿Quieres dejar de serlo?

-¿Cómo podría?

-Solo dime que sí y te daré la fuerza que necesitas. Ojo, hablo de que puedas superar a tu amigo en todo y además, podrás leer su mente, ver cómo se siente al ser inferior a ti, porque el poder que te ofrezco es mucho mayor del que puedes imaginar.

-¿Qué clase de poder es ese? -preguntó Jonás, intrigado.

El hombre cogió un bate de béisbol y se lo mostró. Sonriente, con un rápido rodillazo lo partió en dos pedazos. Jonás se quedó boquiabierto.

-Y esto no es nada -añadió.

El extraño, que llevaba una gabardina en pleno verano, cogió una pelota de baloncesto y la botó. Corrió hacia la canasta de la pista y saltó. Hizo un mate casi sin esforzarse, midiendo menos de un metro setenta. Jonás estaba asombrado. Él era más alto y apenas tocaba el aro. Por supuesto, Pete llegaba mejor, ya que era más alto. Pero ni mucho menos podía meter los dedos en el aro ninguno de los dos. Ese extraño se colgó de él y no parecía haberle costado mucho.

Botando la pelota, caminando hacia él, el hombre le pasó el balón y Jonás tuvo problemas para cogerlo, pues iba fortísima hacia él.

-Toda esta fuerza será tuya si la aceptas.

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-¿Así sin más? ¿Qué quieres a cambio?

-Nada. Solo acepta y te la daré.

-Claro que quiero esa fuerza -dijo, entusiasmado.

-Estupendo, esta noche mientras duermas, recibirás mi regalo.

En cuanto perdió de vista al extraño individuo, Jonás dejó de creer que fuese cierto.

Le contó a Pete ese extraño encuentro y su amigo le dijo que no debería hablar con borrachos. Ambos se rieron de aquello y cuando Jonás estaba en su casa ya se había olvidado de aquel extraño episodio.

Por la noche, mientras dormía, la ventana de su habitación se rompió en mil pedazos y el chico despertó bruscamente. Cuando vio lo que era se asustó y cogió la lámpara para defenderse. Se trataba de una especie de escolopendra gigante de color hueso. Se movía tan deprisa que incluso tirándole la lámpara falló. Corrió por la habitación pidiendo auxilio a sus padres, pero el bicho logró deslizarse por el interior de su pijama y se metió reptando hasta alcanzar su cuello. Jonás no se movió por miedo a que le picase.

El bicho, no obstante, le picó. Sintió los fríos aguijones en el cuello, en las primeras vértebras. El dolor fue tan grande que no pudo ni gritar: trató de sacárselo llevándose las manos a la espalda pero no podía alcanzarlo. Una tras otra, las patas de ese bicho repugnante estaban clavándose en su columna vertebral y se hundían hasta alcanzarle el hueso. El dolor era indescriptible. Se hundían más hasta alcanzar la médula espinal.

Al final, el bicho se había quedado incrustado en su espalda y el dolor, paulatinamente, desapareció. Se llevó las manos atrás y lo tocó. Era duro como una piedra, parecía una columna de hueso que sobresalía de su espalda.

Su padre abrió la puerta y vio la ventana rota y a él apoyado contra la pared, en el suelo de la habitación.

-Papá -dijo Jonás-, sácame esto de la espalda, llévame a un hospital.

Sin embargo, su padre no pareció escucharle, ni siquiera él pudo escucharse, creyó que se había quedado sordo.

-¿Qué ha pasado?- le preguntó, enojado.

-He tenido una pesadilla -se escuchó decir a sí mismo, sin poder creer lo que oía.

-Pues la ventana la tendrás compensar con tu paga semanal.

Jonás se puso en pie y se precipitó hacia su padre. Este no se apartó, le miró extrañado hasta que él le empujó contra la pared, con una fuerza sobrenatural y le miró sonriente.

-¿Qué demonios haces, hijo? -preguntó su padre.

-Corre, papá, no sé lo que estoy haciendo -le intentó gritar Jonás.

-Tengo hambre -fue lo que realmente salió de su boca.

Se inclinó sobre él y le clavó los dedos en el pecho. Su padre gritó y luchó por quitárselo de encima, pero tenía tanta fuerza que no pudo evitar que sus dedos penetraran entre sus costillas, alcanzando el corazón.

De un fuerte tirón se lo arrancó y comenzó a devorarlo con ansiedad mientras su padre le miraba aterrorizado. Jonás no podía creer lo que sus manos y su boca estaban haciendo. Antes de que su padre muriera, escuchó sus pensamientos de forma clara:

"¿Qué te he hecho para que me hagas esto?"

Había perdido el control de sus actos por completo. La impresión de lo que acababa de hacer le hizo perder el sentido.

Despertó en el interior de una alcantarilla. Jonás entendió que podía dormir mientras esa cosa campaba a sus anchas por cualquier sitio. Vio, a sus pies, el cuerpo sin vida de su padre y junto a él había una veintena de cadáveres en distintos estados de descomposición. No podía haberlos matado él, no en una sola noche. Se fijó en que uno de los cadáveres: era el individuo que le había abordado el día anterior. Estaba claro que terminaría como él en unos días y, lo que era peor, lo presenciaría todo sin poder hacer nada. Ese monstruo se alimentaba de corazones, ya que todos los que estaban allí tirados como basura tenían un hueco sangrante en el pecho.

De un salto, salió de su oscuro agujero y con una mano levantó la tapa y la colocó lentamente, evitando llamar la atención con el ruido. Podía manejarla como si fuera la tapa de una lata de conservas, como si no pesara nada. Tenía una fuerza tan grande que ni siquiera era consciente de ello. Las farolas parecían de papel de plata, que de una simple patada podía doblarlas. Los coches parecían de cartón, las distancias eran confusas porque se desplazaba a grandes zancadas, como un gigantesco saltamontes. Era alucinante, pero también terrible porque no controlaba ni siquiera sus propios pestañeos: era como ver una película en primera persona.

Cuando detectó la dirección, quiso detenerse. Estaba acercándose a la casa de Jill, su novia. Saltaba de tejado en tejado y reconoció su casa en la distancia.

-No, no vayas, detente -gritaba en su interior.

El5

La cosa que le dominaba le hizo sonreír, parecía ansiosa por llegar y devorar el corazón de su novia. Fue tal la impresión de imaginar lo que esa cosa pensaba hacer con ella, que se desmayó.

Abrió los ojos y vio a Jill, recostada a su lado. Estaban en la facultad, era de día y estaban en el jardín. Aquello le resultaba familiar, debía ser un recuerdo aunque lo estaba viviendo como si fuera real.

-¿Crees que algún día se puedan crear clones? -le preguntó él, mirando al cielo.

-Seguramente sí, ya lo han hecho con ovejas - respondió ella, mirándole a los ojos -. ¿Por qué?

-Imagínate que me muero, bueno, que me estoy muriendo. Y que llega un científico y te dice que es capaz de clonarme tal cual soy y transferir mi mente al cuerpo clonado antes de morir. ¿Aceptarías?

-Uy, seguro que sería un proceso muy caro.

-¿Y si es gratis? Lo paga la beca de la universidad de Massachusetts -dijo él, con voz grave, solemne.

-No sé, puede que la mente se transfiriera, pero no estaría segura de que tú siguieras siendo tú. Aunque antes que perderte, creo que aceptaría. ¿Por qué me preguntas esto? Nunca te han atraído los dilemas científicos.

Jonás sonrió satisfecho y la besó en la frente.

-Este mundo está lleno de sorpresas, no sabemos hasta dónde llegará la ciencia algún día -respondió.

Ella le abrazó con fuerza y suspiró. Pudo sentir el calor de la piel de su rostro sobre su pecho y se sintió feliz. Aquello parecía tan real que dudaba que la muerte de su padre fuera real. ¿Había sido una pesadilla?

-Me pregunto cómo puedes estar tan tranquilo -escuchó a Jill- Ayer mataron a tu padre y hoy ni siquiera estás triste.

Jonás se sorprendió al oír eso. Quiso llevarse las manos a la espalda para buscar al monstruo que se le había pegado, pero no hizo nada.

-Mi padre ya no va a volver -se escuchó decir- La vida sigue y no gano nada pensando en él.

-Pero tienes que desahogarte, es terrible que no llores su pérdida. Vas a..., echarle de menos y la mejor forma de superarlo es hablando de ello.

Jonás quería gritar. Jill no tenía ni idea de lo que ocurría.

Un ser sin sentimientos que no echaría de menos a su padre porque era un monstruo sin sentimientos. Y, lo que era peor, seguramente tenía intención de acabar con ella también. Quiso decirle que se marchara que le dejara, que era un peligro para ella y todos sus conocidos. Que mirara en su espalda y le ayudará a arrancarse esa cosa repugnante, aún a costa de su vida.

-Estoy contigo y te amo por ese corazón tuyo, tan grande que tienes -replicó su cuerpo, sonriendo. Sintió que sus jugos gástricos se activaban al pensar en su corazón. Ese monstruo pensaba hacerle lo mismo a Jill. No podía permitirlo, tenía que luchar...

Ahora lo entendía. Cuando ese misterioso hombre se le acercó a ofrecerle el poder, tenía cara angustiada como si algo dentro de él estuviera luchando con todas sus fuerzas para liberarse. Por esa razón estaba demacrado, tenía ojeras tan profundas y necesitaba cambiar de huésped cuanto antes. Ese monstruo no podía controlar eternamente a sus víctimas.

"Devuélveme mi cuerpo" -intentó gritar.

Se concentró en la mano derecha. Debía conseguir moverla, aunque solo fuera cerrarla. Se imaginó a sí mismo cerrándola con fuerza, visualizó dedo a dedo moviéndose bajo sus órdenes y sintió algo de esperanza cuando los músculos del antebrazo se tensaron ligeramente. Sin embargo, sus dedos seguían deslizándose por el cabello de Jill.

-Ey, colega -escuchó una voz distante que le resultaba conocida. Era Pete- Vente a echar unas canastas.

-Genial -dijo Jill, entusiasmada- Así liberarás algo de tu energía. Te noto tenso.

-Está bien -aceptó como si lo hiciera por ella.

Los dos muchachos se acercaron a la pista de baloncesto y Jill se sentó en la grada de cemento a verlos jugar. Siempre lo hacía, se había enamorado de él viéndole jugar. Le encantaba verles enfrentarse a pesar de que él nunca conseguía ganarle a su amigo.

-Hoy, si quieres, te doy ventaja de cinco puntos -sugirió Pete, sonriente.

-No te hagas el macho, que esta vez te voy a machacar -replicó Jonás, con convicción.

-Ja, ja, ja, cuándo aprenderás a ser menos fanfarrón. Sabes que nunca podrás ganarme -replicó Pete.

Echaron a suertes quién empezaba con la pelota con el juego "piedra, papel, tijera" y ganó Pete.

-Acostúmbrate, colega, yo siempre gano.

Al menos no estaba devorando corazones por ahí, esa cosa seguía siendo él. Una versión diferente que no podía controlar, pero era él al fin y al cabo. Nadie podía notar nada porque no había nada que notar.

-Vamos, quítate la chaqueta -ordenó despectivamente Pete.

-Esto va a durar poco. Veinticinco puntos te los meto antes de sudar -replicó su clon mental.

Pete botó la pelota con la agilidad habitual. Él ni siquiera se acercó a intentar quitársela, le dejó moverse por el campo con libertad hasta que saltó y trató de tirar. En ese momento, hizo un rápido movimiento y en un abrir y cerrar de ojos, había taponado a Pete y era él quien llevaba la pelota por el campo, botándola con chulería.

-Qué salto, ¿cómo lo has hecho? -preguntó Pete, asombrado.

-Te haces viejo, colega -replicó, satisfecho.

Pete intentó quitársela en un rápido movimiento de mano y Jonás lo esquivó en el último momento, corrió hacia la canasta botando la pelota y saltó sin apenas esfuerzo, haciendo mate espectacular. Para desesperar más a su amigo, se quedó colgado del aro unos segundos y le miró desde allí, sonriente. Estaba pletórico, nunca antes había ganado a su amigo y nunca había conseguido sorprenderle. Siempre pensó que cuando lo hiciera Pete se enojaría, pero su amigo estaba sonriendo. Parecía feliz porque al fin tenía un rival digno de él.

-No sé qué te ha pasado, pero me gusta -dijo -. Va a ser emocionante.

-Ánimo, Jonás -gritó Jill desde la grada.

El partido fue intenso en cuanto a dureza física. Pete perdía la pelota a pesar de todos sus esfuerzos y nunca le dejó tirar. Siempre saltaba un poco más alto que él y le quitaba el balón de sus manos y aquello comenzó a agotar la paciencia de su amigo cuando el partido iba diez a cero. Sí, iba a humillarle, le dejaría a cero para que supiera lo que era la derrota más desagradable. Tenían una norma entre ellos: si en una partida de lo que fuera, uno de los dos quedaba a cero, estaría obligado a bañarse en la fuente de la entrada de la facultad. Nunca habían llegado a tanto porque él no solía quedar a cero aunque a veces estuvo cerca. Esta vez le humillaría y esa idea le hizo sentirse feliz por primera vez de tener esa cosa pegada a la espalda.

Canasta a canasta, la paciencia de Pete se agotaba y cuando iban diecinueve a cero, intentó adentrarse en la canasta usando toda la fuerza de su cuerpo contra él para hacerle caer. Estaba realmente enfadado y Jonás disfrutaba con ello. En el encontronazo, Jonás cayó al suelo y rodó de espaldas sobre ese bicho que tenía clavado en su columna. Aquel golpe debilitó su férreo control y notó que la criatura que dominaba su mente chilló como una rata quemada. Esperanzado por haberla aplastado, trató de moverse por sí mismo y notó que sus miembros al fin respondían. Se llevó una mano a la parte de atrás de su espalda y tocó al bicho donde parecía haberse lastimado, justo a la altura de la cadera. Notó que el impacto contra el suelo había roto una de sus patas y posiblemente eso le hizo perder el control.

"Ayúdame, Pete" -quiso decir-. "Tengo una cosa clavada en..."

Su boca no estaba hablando. Pete le ofreció la mano y él la aceptó para levantarse. Su mano derecha seguía obedeciendo al monstruo y su izquierda era lo único que podía controlar, aunque no demasiado, solo podía moverla cuando se esforzaba, pero si no lo hacía, seguía moviéndola la criatura que le dominaba.

-Nos ponemos serios, ¿eh? - dijo Jonás, maldiciéndose porque no había recuperado el control de nada.

-Puede que me ganes algún día, pero no será hoy -retó Pete, enfadado.

Se puso en pie y botó la pelota con calma, fuera de la línea de tres puntos y de espaldas a Pete. Este le cubría férreamente y no parecía dispuesto a dejarle tirar sin hacerle problemas. Dio dos rápidas zancadas a la derecha, amagó y dio una zancada a la izquierda mientras Pete saltaba donde él ya no estaba. Tiró y la pelota se metió limpiamente por la canasta, dejando a Pete derrumbado por su aplastante derrota.

-¿Qué te has tomado? -le preguntó-. Has estado mucho más rápido, mucho más inteligente... ¿Es alguna bebida energética nueva?

- Eres un manta y me he cansado de dejarme ganar -reconoció Jonás.

Dicho eso, se fue donde Jill, que estaba festejando su victoria con vítores y aplausos. 

-Has estado genial -dijo mientras le cogía la mano izquierda. Notó su calor y su contacto le dio esperanzas. Apretó con fuerza su delicada mano y trató de que se diera cuenta de que algo raro estaba pasando.

-Ay, me haces daño -exclamó, dándole una palmada en el pecho.

-Lo siento -dijo, soltándola- Estoy un poco tenso por lo de mi padre, vamos a un sitio solitario, quiero celebrar esto a lo grande.

Si Jill hubiera seguido con la mirada a su mano izquierda, sabría que algo raro le estaba pasando. La tenía contraída y con todas sus fuerzas como la única forma de expresar el grito que Jonás estaba profiriendo en su interior. Esa cosa tenía hambre y estaba a punto de matar a su novia en cuanto tuvieran intimidad. Podía sentir cómo se retorcía de placer. Al parecer, cuando se lastimaba necesitaba alimentarse con urgencia, los corazones le devolvían su fuerza y se regeneraba. Lo veía en su poseída mente. Se dirigían a su coche y se vio a sí mismo planeando llevarla a un lugar sin testigos, lejos de la ciudad. Jill confiaba ciegamente en él y no sabía que se dirigía directamente a la muerte.

Los pensamientos de Jonás eran lo único que él podía controlar, y la monstruosa imagen reflejada de ellos era lo que le hacía saber cómo pensaba el monstruo. Era como una versión maligna de su propia forma de pensar. Compartían los recuerdos mientras el bicho controlaba casi todo su cuerpo. Él solo podía imponerse ante el manejo de la mano izquierda. El bicho no se sentía a gusto en el coche, era una postura que le incomodaba porque todo el peso del cuerpo se apoyaba sobre él. Puede que su cuerpo fuera más fuerte, pero esa cosa no lo era tanto.

No podía permitir que cumpliera sus objetivos de modo que empleó todas sus fuerzas en incomodarlo, apoyando la mano izquierda en el volante y empujando hacia atrás, para aplastar aún más al parásito. Al principio, parecía que no servía de mucho, pero poco a poco, cuanto más empujaba, más daño le hacía y más liberaba su cuerpo para poder dominarlo. Siguió empujando y sintió que la mano derecha también empezaba a responder. Con ambos brazos presionó su espalda con mucha más fuerza y el bicho comenzó a chillar en su cabeza. Podía intentar aplastarlo pero se estrellarían porque ahora ya no solo sufría la criatura, sino también él. Sentía como si se le clavaran en la espalda una veintena de clavos.

El dolor le devolvió el control completo, pero debía mantener la presión contra su espalda para que esa cosa no volviera a dominarlo. Frenó el coche junto al arcén y gimiendo de dolor, por el esfuerzo de sus brazos, miró hacia Jill, colorado y sudoroso. Los coches pasaron a su lado a toda velocidad, haciendo sonar sus cláxons e insultándoles.

-¿Qué te pasa? -preguntó ella, inocentemente.

-Sal del coche -ordenó.

-¿Qué? -se escandalizó ella-. Estamos en medio de la autopista.

-Llama a un taxi, pero vete. Estás en peligro.

- ¿Alguien te sigue?

-¡No! -gritó, exasperado -. Yo soy el peligro, tienes que irte, aléjate de mí.

-Me estás asustando, ¿qué te pasa?

-No puedo decírtelo..., es una larga historia y no hay tiempo. No sé cuánto voy a aguantar.

- ¿Qué piensas hacer?

- Lo único que podría salvarte -dijo, teniendo claro que debía estrellar el coche con él dentro para destruir esa criatura.

-No me gusta cómo me miras. ¿Piensas hacer una estupidez?

-Maldita sea, sal del coche ahora -empezaba a perder la paciencia.

Tenía que presionar contra su espalda y sentir que se le clavaban las patas del bicho en el organismo, liberando así levemente la columna vertebral.

Era un dolor terrible y esa cosa luchaba por aferrarse a su médula y recuperar el control. Sentía sus patas cortas moviéndose, hurgando en su carne, tratando de clavarse en sus vértebras, para lograr conectar de nuevo con la columna. Era como si le estuviera masticando lentamente. En cualquier momento lo conseguiría y ella estaría perdida.

-No vas a suicidarte -se empecinó Jill -. No pienso moverme de aquí.

-Idiota, estúpida, no lo entiendes, no soy yo el que tiene que morir, es... una cosa que... Tienes que salir, hazme caso, amor mío -consiguió serenarse -. Sé que no vas a comprender lo que está a punto de pasar, pero créeme, es lo mejor que podría pasar. Mi padre murió porque una especie de escolopendra gigante entró en mi habitación y se me clavó en la espalda. La estoy aplastando ahora con mis brazos cuanto puedo, pero solo consigo liberar sus patas de mis nervios, no la voy a poder matar así. Si la dejo controlarme, te matará, te hará pensar que soy yo y, cuando más confiada estés, te arrancará el corazón. Por favor, Jill, no preguntes nada más y sal del coche.

La chica no parecía creerle, pero por el tono angustiado y dolorido de su novio no pudo dudar de él. Acercó la mano al cuello de su chaqueta y lo separó del asiento para ver lo que tenía detrás. Lo que vio le hizo parar el corazón del susto. Era la cabeza de un insecto. Sus espeluznantes ojos negros la miraban con imperturbable frialdad. Su cuerpo alargado se perdía tras la espalda de Jonás y solo podía ver una de sus patas, que estaba clavada en su espalda y se veía que intentaba clavarla más, pero la presión del asiento se lo impedía.

-Vamos, vete -rogó Jonás.

-Te amo -dijo Jill, con lágrimas en los ojos-. No puedo dejar que te mates.

-No me mato, amor mío, doy la vida por salvar la tuya. Yo ya estoy muerto. Por favor, no me quedan muchas fuerzas, vete.

-No pienso bajarme del coche -replicó ella, obstinada.

Jonás la miró con una expresión de impotencia.

-No puedes salvarme. Tienes que bajar, mataré esta cosa y no podrá matar a más gente. Créeme, he visto su nido y era horrible. Al que se clavó por última vez le vi como si le hubiera chupado el alma. Y sus otras víctimas las tiene amontonadas como si las coleccionara.

-O como si tuviera una prole que alimentar -dedujo ella asombrada-. ¿Viste crías?

-No, no vi nada, era horrible. Cuando lo vi, perdí el sentido y desperté junto a ti. Es muy listo, utiliza mis recuerdos y es prácticamente igual que yo. Hasta se permitió el lujo de preguntarte si le querrías igual a él que a mí, si fuera un clon con mis recuerdos, sabiendo que me estaba muriendo y escuchándolo todo. Quería hacerme sufrir física y mentalmente.

-Dios mío, ¿por eso me hiciste esa pregunta absurda?

-Claro, ¿desde cuándo me ha dado a mí por pensar cosas tan profundas? -protestó Jonás, gimiendo de dolor y con las manos temblorosas.

-Lo siento, contesté que sí y debió dolerte. No sabía lo que estaba pasando.

-Ahora lo sabes, hazme caso y sal del coche. No aguantaré mucho más.

Ella hurgó en su bolso, seguía sin obedecerle.

-No es momento de maquillarse -se enojó él.

-Tenía aquí unas tijeras que siempre llevo encima. Nunca se sabe cuándo pueden hacer falta, ¿sabes lo molesto que es que se te rompa una uña y tenerla así todo el día? -parecía que ya no le preocupaba la situación y, desde luego, no parecía dispuesta a salir.

-¿Para qué quieres...?

-No pienso dejar que este repugnante bicho te mate -respondió ella, con rostro decidido.

Al fin, las encontró: unas tijeras de unos diez centímetros de largo. Se las puso en los dedos y le miró, sonriente.

-No te va a doler a ti.

Se acercó a él, separó el cuello de su chaqueta universitaria y con una mano agarró la pata que intentaba clavarse y la sujetó mientras con la otra mano usaba las tijeras para cortársela. La criatura chilló de dolor y del corte manó sangre roja, probablemente era de Jonás. 

-No sigas, no sigas, me está matando, me está clavando sus patas -suplicó su novio.

- Bueno, entonces tendremos que mandarle que se esté quieta -resolvió Jill, agarrando la cabeza de la criatura entre sus tijeras y empleando todas sus fuerzas para cortarla.

-Aaaaahhhhgggg -se quejaba Jonás-. ¡Hazlo rápido!

Clac. La cabeza saltó de su lugar y rebotó en el techo, manchando todo de sangre oscura. Aunque su cuerpo medía casi un metro, su cabeza no era tan grande. Era plana y redondeada y tenía el diámetro de una bombilla.

-Ya está, puedes dejar de apretar. El bicho está muerto.

Jonás no podía creerlo, se fue relajando poco a poco. Las patas aún se movían, pero no con fuerza ni coordinación. Se estaban debilitando. Cuando estaba seguro de que podía descansar, se dejó caer sobre el volante y suspiró aliviado. Entonces se puso a llorar.

-Quítate la chaqueta -ordenó ella-. Voy a sacártelo.

Jonás obedeció. Con mucha debilidad, se quitó una manga y luego la otra. Al quedar el bicho al descubierto, Jill tuvo ganas de vomitar. Era parecido a una escolopendra, pero tenía patas como los cangrejos, ninguna con tenazas, la cubierta de su cuerpo era dura y era de color rojo oscuro. Seguía moviéndose por instinto, pero poco a poco estaba deteniéndose.

-Voy a sacarte las patas clavadas. ¿Preparado?

Agarró una de ellas y tiró hacia fuera. Jonás gritó de dolor.

-Espera, espera. Llévame a un hospital. He sentido un calambre en la columna, puedes dejarme paralítico.

- Sí, no me atrevo a continuar -se rindió ella.

Jill bajó del coche y se fue hacia la otra puerta. Empujó a su novio hacia el otro asiento y este a duras penas pudo moverse.

El cirujano le extrajo la criatura y, debido a su extraña naturaleza, le pidió a Jill que no se lo contara a nadie lo que había visto. Jill les dijo que aún había un nido de esas cosas en la ciudad y que era probable que otra persona tuviera clavada en la espalda a una de esas monstruosidades. El médico no llamó a la policía, no alertó a nadie. Se limitó a decir que esa criatura era fascinante y ordenó guardar los restos en formol.

-Ha sido una operación muy delicada. En las patas había unas terminaciones microscópicas que se habían enredado en la columna de su novio. Al morir, estas se han endurecido. Puede estar orgullosa de no haber intentado sacárselas usted misma porque le habría seccionado la columna. Aún para nosotros ha sido difícil abrir para cortar uno a uno esos tentáculos. Eran como pelos. Si le hubiéramos dejado uno solo dentro, su novio habría muerto por la infección provocada por el tejido necrosado.

-¿Se recuperará? -preguntó ella, nerviosa.

-Es muy pronto para garantizar nada. Le hemos inducido un coma porque tiene toda la columna recién operada y el dolor tan intenso podría matarle. Puede que tarde semanas en curarse lo suficiente como para poder despertarle.

El cirujano se interrumpió para dar instrucciones a un compañero. Hizo ir a un médico interno al coche, donde estaba la cabeza del bicho para completar su macabro descubrimiento.

-Hay que detenerlos, deben estar escondidos en cualquier alcantarilla -se impacientaba Jill, cada vez que aparecía el médico en la habitación de Jonás.

-¿Sabe dónde es?

-No, él tenía que decírmelo, pero le tienen sedado.

-Lo siento, su novio va a tardar en despertar. Hemos tenido que reconstruir casi toda la estructura de su columna. Tenía las vértebras destrozadas, es un milagro que siga vivo.

-¿Cómo puede ser? -se extrañó ella-. Le vi jugar al baloncesto sin problemas.

-Puede que la criatura hiciera las veces de soporte. Es muy interesante, con este descubrimiento podríamos conseguir que miles de personas con la columna rota puedan volver a caminar. Claro que harán falta años de investigación, es una especie desconocida que tenemos que estudiar muy bien.

-¿Le parece muy interesante? Encuentren su nido -añadió ella-. Allí tendrán bichos vivos como ese.

-Somos médicos -replicó él, enojado-. No podemos recorrer todas las alcantarillas. 

-Entonces iré a la policía, ellos...

-No la creerán, no cuente con que la apoye. La encerrarán por loca.

-Es increíble -se exasperó Jill-. ¿Qué le ocurre? Es que quiere que todo el mundo llegue a tener un bicho pegado a su espalda.

-No lo creo, son parásitos y por tanto no deben tener más de una o dos crías. De lo contrario se les agotaría el alimento y en unos años no podrían subsistir.

-¿Pero no acaba de decir que es una especie nueva? ¿Cómo sabe eso?

El doctor la miró entre enojado e indeciso.

-No lo sé. Pero yo no pienso buscarlos y la policía no va a ayudarla... a menos que vaya usted.

Jill asintió y suspiró.

Ese hombre pretendía estudiar a esa criatura para hacer su tesis doctoral, eso le convertía en un ayudante inútil con mínima voluntad para colaborar. Si lo hacía, podía perder la oportunidad de usar eso para su tesis. Si se encontraban más ejemplares, muchos mmédicos podrían usar esas cosas para adelantarse a él.

-Es usted un estúpido cabrón -sentenció Jill, escupiéndole en los zapatos-. Espero que sus crías le elijan a usted como una de sus víctimas.

El médico no se dignó a contestar se dio la vuelta y se marchó. Jill volvió a la habitación de Jonás, que seguía inconsciente. Todos los nervios de la espalda estaban muy dañados, le dijeron que posiblemente se quedaría paralítico. En el mejor de los casos podría andar, pero sufriría dolores durante toda su vida. Tendría que vivir bajo el efecto de las drogas. Ella hubiera preferido ir a buscar el nido con él. Pero con mucha suerte volvería a caminar en unos meses, y si ese monstruo tenía crías, debía ir a buscarlas inmediatamente.

Cuando se marchó del hospital, en la calle sacó su teléfono móvil y llamó a Pete. No se atrevió a contarle lo que quería que hiciera y simplemente se limitó a decirle que Jonás estaba muy grave en el hospital. Pete preguntó qué le había pasado y ella se limitó a responder que era una larga historia y que necesitaba verle de inmediato. Puede que la rivalidad entre ambos fuera enfermiza, casi rayando el odio, pero se preocupaban el uno por el otro. Eran como hermanos. Pete fue a buscarla a la puerta del hospital en menos de quince minutos y lo primero que hizo fue preguntar por su estado.

-Está en coma.

-Dios mío...

-Es un coma inducido para evitar que sufra durante la recuperación -explicó ella-. Fue horrible.

Solo en ese momento Jill se dio cuenta de lo que había pasado y se desmoronó llorando incontrolablemente en el hombro de Pete.

-Vamos, cálmate, ¿puedo subir a verlo? Seguro que lo supera, es fuerte como un roble.

-No, está en la unidad de cuidados intensivos. Estuvo a punto de morir... -explicó ella, recordando lo cerca que estuvo de bajarse del coche.

-Explícame lo que ha pasado.

Ella le contó lo del monstruo clavado a su espalda, lo de su fuerza inhumana y que Jonás lo podía ver todo sin hacer nada para poder evitarlo. Que su padre fue su primera víctima y al parecer había un nido en una alcantarilla donde podía haber más cosas de esas. La expresión de la cara de Pete fue cambiando de la incredulidad a la indiferencia.

-¿Te lo ha contado él? -respondió-. No sabía que fuera tan imaginativo.

-Estuvo a punto de matarse por acabar con ese bicho. Si no lo hubiera matado yo..., ahora él...

-¿Viste a esa cosa? -preguntó Pete, asombrado.

-Pues claro -replicó Jill enojada.

-Por eso me ganó ayer -sonrió el otro -. Ya me parecía que había mejorado demasiado.

-Necesito tu ayuda -pidió ella -. Tenemos que encontrar ese nido. Si hay más monstruos, hay que quemarlos a todos. Pete la miró con asombro.

-¿Te dijo dónde estaba?

-No, pero deduzco que no puede estar lejos de la universidad ni de su casa. No hay tantas alcantarillas en la zona.

-¿Estás loca? Si nos acercamos a esas cosas...

-Hay que encontrar el nido -insistió ella-. Puede que sean como cucarachas, puede que haya millones de crías. ¿Te imaginas lo que puede ser eso? Ahora serán pequeñas, pero... ¿Y si crecen?

-¿Y si hay más de un nido? -preguntó Pete -. De algún sitio habrá salido el primero y dudo mucho que fuera por evolución espontánea de hace unos días. Ese parásito debe haber existido desde siempre y nadie ha sabido de él hasta ahora. No creo que haya de qué preocuparse.

-¿Pero y si la mitad de la gente que conoces lleva una de esas cosas pegadas a la espalda? -preguntó ella.

-Estás afectada por Jonás, no puedes creer que tú sola puedes salvar el mundo. Aún en el caso de que tengas razón y haya crías, ¿cómo puedes estar segura de que no te cogerán?

Jill miró a Pete, asombrada.

-¿Me cogerán? -preguntó-. No piensas acompañarme...

-Vamos, no seas infantil, no puedes salvar al mundo tú sola -replicó enojado.

-No quería hacerlo sola, pero por lo visto, ya lo estoy.

-No dramatices, vamos, te llevaré a casa.

-Vete, no quiero verte. Esperaba mucho más de ti.

Pete puso los brazos en jarra y suspiró desanimado. La miró unos segundos y negó con la cabeza.

-Solo quiero ayudarte, pero si estás decidida a hacerlo, te acompañaré.

Abrieron la alcantarilla más cercana al campus universitario, o al menos la primera que encontraron. El olor ahí abajo era nauseabundo, aunque el hecho de que no fuera olor a heces les animó ya que parecía que había animales muertos ahí abajo, a juzgar por el hedor.

Habían cogido la linterna que tenía Pete en el coche y descendieron por los escalones de hierro hasta el suelo húmedo de la alcantarilla. Era un borde de apenas treinta centímetros y al lado corría el agua sucia sin apenas ruido. No había nada a la vista en ninguna de las dos direcciones de modo que eligieron una, aleatoriamente.

Jill iba tan pegada a Pete que a veces le empujaba y le hacía pisar el canal de agua enfangada. Había telarañas llenas de una cosa pringosa y marrón que colgaban del techo, que debían esquivar para que no se quedaran pegadas en sus ropas. Jill no pudo soportar el hedor y se tapó la nariz.

-Nunca pensé que pisaría un lugar tan horrible -dijo ella.

-No es el sitio adonde llevaría a una chica en mi primera cita.

-Esto no es una cita -replicó Jill.

-Era broma, mujer.

Continuaron caminando por los pasillos y llegaron a una bifurcación. Pete sacó las llaves e hizo una cruz raspando en una pared, la del camino que iban a seguir. Si tenían que explorar todos esos túneles, tendrían que marcar por dónde habían pasado ya.

El hedor a descomposición se intensificaba a cada paso que daban. Alumbraba al suelo casi todo el rato por si veía escolopendras, pero las únicas criaturas que vieron, y no eran pocas, eran ingentes cantidades de cucarachas. Desde las más pequeñas hasta las que superaban el tamaño de un pulgar. Por suerte se apartaban a su paso y no tenían que pisarlas.

-Creo que nos acercamos -especuló él-. Empieza a oler tan mal que me cuesta respirar.

-Dímelo a mí -dijo Jill, con la camiseta sobre la nariz.

La búsqueda fue larga y aburrida, ninguno dijo nada y pasaron una hora, dos horas, tres, y el nido no aparecía. ¿Se habían equivocado de zona?

En cualquier caso se dieron por vencidos y salieron de allí desanimados. Tanto esfuerzo no había servido para nada.

-Déjame invitarte a un café. Al menos no tendrás que recordar nuestro paseo por la alcantarilla de este día.

-No, estoy cansada, me voy a casa.

-Vamos, es sábado, no seas aguafiestas.

-Está bien -aceptó de mala gana-. Pero tengo que cambiarme, ducharme..., y seguro que tú también. ¿Quedamos a las nueve en mi casa?

-Estupendo, a las nueve nos vemos.

Cada uno fue en una dirección del metro, él tenía que ir a recoger su coche de la facultad para poder irse a casa.

Para el encuentro, Jill se puso una chaqueta para protegerse del fresco de la noche y Pete llegó con el pelo mojado, chaqueta de cuero negra y jeans de color azul oscuro. Condujo hasta una cafetería cercana y aparcó por allí. Sin embargo, ella se quedó pensativa en el coche, sin salir.

-¿Estás preocupada? -preguntó él.

-Me da miedo ir a verlo al hospital. Sé que está en coma y que aunque le despertaran tendría que estar meses en cama. Podría quedarse paralítico y no podría verlo sin llorar.

Pete sonrió, mirando al infinito.

-Si yo me quedo paralítico..., me suicido. No podría soportarlo.

-Ya, es justo lo que necesitaba oír en este momento - le recriminó ella.

-Perdona, es que solo pensarlo... Espero que se ponga bien, ¿eh? Pero si ha de salir mal de esta, sería mejor que no saliera.

-¡Por Dios! -gritó Jill, enojada.

-¡Qué! Es justo lo que todo el mundo pensaría. Hasta tú tienes que estar de acuerdo.

-¡No! ¿Estás chiflado? -le regañó.

-Venga, mujer, pasarte la vida en una silla de ruedas no es vida. Eres una carga para todo el mundo.

-Cállate -ordenó Jill, enojada.

-No me digas que no estás de acuerdo.

-¡Por supuesto que no! -gritó-. Le amo, ¿entiendes? No podría desear su muerte ni aunque estuviera sufriendo. Cuando quieres a alguien no piensas en su calidad de vida, sino en disfrutar todo el tiempo posible a su lado. Cualquiera puede acostumbrarse a vivir en una silla de ruedas, es cuestión de rediseñar el modo en que vas a vivir. Porque no puedas jugar al baloncesto no se termina el mundo.

-Venga ya, no es solo eso.

-¿Sabes? -preguntó ella -. Llévame a casa, no es una buena idea haber quedado contigo.

-Te estás enfadando porque te gusto. Porque sabes que ahora Jonás no es más que un vegetal y siempre me has mirado con ojitos.

-¿Qué? -Jill empezó a asustarse.

-Vamos, no lo discutas. Has quedado conmigo para olvidarte de la pesadilla, para darnos un revolcón.

Ella se puso en alerta. Ese no era Pete, al menos no el que ella conocía.

-¿Puedes quitarte la chaqueta?

-¿Por qué?

-Quiero ver tu espalda.

Pete la miró escandalizado.

-¿Por qué? -repitió, arisco.

-Siempre has sido pretencioso, pero siempre he pensado que tenías buen corazón. No has dicho una sola cosa que demuestre que sientes algo por nadie. Eres como Jonás antes de que pudiera rebelarse contra la criatura.

-No tengo nada en la espalda -dijo Pete.

-Quítate la chaqueta -ordenó ella.

Aquella orden hizo que Pete golpeara el volante y arrancara el coche. Jill quiso salir, pero no se había quitado el cinturón y cuando lo hizo ya estaban en movimiento.

-¿Qué haces? -preguntó, asustada-. ¿A dónde me llevas?

-Voy a darte lo que buscas. Quieres ver el nido, ¿verdad?

Pete estaba furioso y Jill no necesitó ver su espalda para darse cuenta de lo que estaba pasando. No sabía si el parásito se le había clavado después de su recorrido por las alcantarillas o ya lo tenía entonces. Sospechaba que sí lo tenía porque eso explicaba que nunca hubieran dado con el lugar del nido: él lo había estado evitando.

-Vamos, no seas así, no es tan malo -comentó él, sonriente-. No puedes imaginar la claridad mental, la fuerza, la sensación de que todo lo que quiero está a mi alcance.

-No eres tú -respondió Jill.

- Sí lo soy.

- Si me estás escuchando, Pete, Jonás pudo vencer a esa cosa. Él se rebeló, se quiso sacrificar para salvarme.

Pete sonrió y la miró de reojo.

-No hay lucha aquí dentro. Tengo todo lo que deseo.

-Jonás pudo con él -repitió Jill-. Siempre te ha gustado ser superior a mi novio. Has disfrutado con ello y, ahora, ¿un simple bicho puede contigo?

-Cállate, estúpida, estoy feliz como estoy.

-Eres su marioneta, sabes que tengo razón y no te escucho porque el verdadero Pete está ahí dentro, escuchando esta conversación.

El chico apretó con fuerza el volante.

-Jonás pudo con él. Tú tienes que poder también -insistió ella.

-¿Sabes lo que estoy pensando? -preguntó Pete-. Que prefiero morir antes de que me hagan lo que a Jonás. No necesito luchar conmigo mismo, esto es lo que deseo.

-Nadie desea tener esa cosa en la espalda controlando cada movimiento de sus músculos.

-Yo sí.

Detuvo el coche en un callejón. Una alcantarilla humeante por el frío de la noche. Se acercó y abrió la tapa con una mano, sin esfuerzo.

-Vamos, voy a enseñarte a mi familia.

Jill estaba aterrada. Podía gritar pidiendo ayuda, pero sabía que, antes de que llegara alguien, él podía romperle el cuello en un santiamén y luego desaparecer como un fantasma.

Descendió por la escalinata de la alcantarilla y Pete fue detrás. Solo él tenía linterna, de modo que tuvo que esperar a que bajara para ver dónde estaba pisando. La tensión del momento la hizo llorar, deseó no haberse apartado de su novio en ningún momento, en el hospital.

-Por favor, Pete, tienes que quitártelo.

-No insistas -replicó él.

Pete tomó la delantera y la condujo por los túneles, alumbrando con la linterna. La tenía sujeta por la muñeca y tenía tanta fuerza que le estaba haciendo daño. No tardaron ni cinco minutos en llegar a una sala circular donde confluían varios chorros de agua a diferentes alturas. Ahí abajo había docenas de cadáveres, algunos medio devorados. Paseó la luz de la linterna por todos los rincones y Jill vio a varias escolopendras alimentándose de los cuerpos. Pudo ver al menos cinco pero seguramente había más.

-¿Vas a dejar que una de esas cosas se me clave?

-No, solo necesitamos un guardián -replicó Pete-. El resto se alimenta y reproduce aquí abajo. No podemos exponernos a que nos descubran, por eso nadie sabe que existimos. Somos débiles sin un huésped, como vosotros sin vuestros inventos. Por eso las personas más fuertes son las únicas que nos interesan.

-¿Qué sois? -preguntó Jill, intentando soltarse disimuladamente.

-No somos extraterrestres, si te refieres a eso -replicó Pete-. Llevamos toda la vida coexistiendo con el hombre. Habrás escuchado los mitos, hombres con fuerza colosal que han podido destruir ejércitos ellos solos. Aquiles, invencible guerrero que buscaba la gloria de forma enfermiza; Sansón, que tenía una fuerza colosal por su larga melena. ¿Qué piensas que escondía en ella? Hércules, el que decían que era hijo de un dios. ¿Crees que todos esos mitos son falsos?

Jill comenzó a llorar. Aquello no podía terminar bien para ella, le contaba todo eso porque no pensaba soltarla. Iba a morir.

-¿Qué piensas hacer conmigo?

Pete la miró de arriba a abajo.

-Vas a ser nuestra madre - replicó Pete -. Nuestras hembras tienen huevos que poner y necesitan un portador vivo que les dé calor.

-Pete -suplicó Jill-. Déjame marchar, hazlo por Jonás. Lucha por él, supéralo, saca a ese bicho de tu mente.

-Eres una estúpida, no hay lucha aquí dentro.

-Si no la hay... -dijo ella, sollozando-. Ahora la habrá.

Le golpeó con todas sus fuerzas en la espalda, entre los dos hombros y sintió un crujido bajo sus puños. Pete se tambaleó hacia adelante, atontado, y en ese tiempo ella aprovechó para sacar de su bolso un bote con gasolina para mecheros. Le quitó el tapón y lo distribuyó por toda aquella sala, regando los cadáveres y los bichos. Encendió una cerilla y Pete se la quitó de la mano de un manotazo.

-¿Qué haces? -preguntó, enojado.

-Acabar con vosotros, monstruos -replicó ella, alejándose de él e intentando encender otra.

Pete se precipitó sobre ella y la tiró al suelo, quedando sobre ella.

-Nunca pensé que Jonás fuera más fuerte que tú -le retó Jill, mostrando una fuerza interior inusitada.

-No hay lucha aquí dentro -repitió él, enojado.

-Sí la hay -dijo ella, mirando su pierna derecha.

Parecía un enfermo mental porque esa pierna se movía con voluntad propia. Sufría espasmos involuntarios y esto le hacía tambalearse sobre ella.

-Ya me has causado bastantes problemas -dijo él poniendo su mano sobre el corazón de Jill. Sin embargo, su mano no apretó con la fuerza que él esperaba.

Jill cerró los ojos, esperando ser atravesada, pero la mano de Pete no conseguía romper su piel. Intentaba atravesarla, pero lo único que conseguía era presionar las costillas haciéndole mucho daño sin mucho éxito. Entonces ella se dio cuenta de lo que pasaba.

Esa cosa tenía razón, Pete no luchaba. Había aceptado la poderosa fuerza de aquella criatura y estaba dispuesto a todo para que no se la quitaran por nada del mundo. Al golpearle con tanta fuerza en la espalda había causado mucho más daño al parásito de lo que ella pensaba. Había aplastado la cabeza de esa criatura y lo único que aún controlaba era la pierna derecha, y lo hacía por acto reflejo y no voluntariamente. El resto era Pete, siempre había sido Pete y por eso ya no tenía la fuerza que él creía tener.

Jill aprovechó ese momento de incertidumbre y golpeó con su rodilla en sus genitales. Eso fue suficiente para que el chico rodara a un lado y cayera en el agua fangosa del centro de la sala con cara de dolor y de confusión.

-Eres un miserable -exclamó ella, terminando de vaciar el bote de gasolina sobre él.

Pete se retorcía de dolor, sin darse cuenta de que estaba cubierto de gasolina. El agua salpicaba por todas partes. Jill subió a uno de los túneles altos y desde allí encendió una cerilla. Con esta prendió toda la caja y, cuando era ya una pequeña tea, la soltó sobre los cuerpos hediondos provocando que una llama azul se extendiera por todos ellos, cubriendo incluso al propio Pete.

Este, al verse cubierto de fuego, se incorporó y trató de apagarse las llamas como pudo, exponiéndose al agua que caía por los túneles. Sin embargo, el fuego se extendió por su espalda y con el calor de los cuerpos ardientes comenzó a hacer arder al bicho de su espalda. Esto le provocó un dolor terrible que le hizo correr en todas direcciones, chocando con las paredes, sin atinar a subirse a ninguno de los túneles. El fuego se hizo tan intenso que terminó cayendo de cara contra la pila de cuerpos y agonizó en el suelo, retorciéndose de dolor mientras el fuego le devoraba con toda su prole.

-Siempre fuiste superior -le recriminó Jill, desde arriba-. Siempre disfrutaste con ello, pero, ¿sabes qué? Jonás era mejor que tú. Te ganó una vez, ¡una! -exclamó-. Y no fuiste capaz de tolerarlo, eres un mierda, y espero que te quemes lentamente ahí abajo, cabrón.

Dicho eso, se alejó de allí y subió por la primera escalera que encontró. Con las llamas del agujero de atrás había luz suficiente en todo el túnel. Cuando salió de la alcantarilla, se miró la ropa, manchada de excrementos y porquería, y dijo:

-Maldita sea, era mi blusa favorita.

Después de cuatro meses, Jonás despertó del coma y Jill estaba justo delante. La espalda había curado bien y los médicos le despertaron del coma con la preocupación de que no hubieran podido salvar la movilidad de sus piernas.

-Buenos días, bello durmiente -dijo ella, feliz de verle despierto al fin.

-¿Qué ha pasado? -preguntó él.

-Te dije que te salvaría -replicó ella-. ¿Puedes moverte?

Jonás movió las manos y se las miró. Luego movió los dedos de los pies y se impulsó para poder sentarse en la cama.

- Sí puedo... Se quedó sin habla al recordar lo que había pasado. Se llevó las manos a la espalda y, al no sentir nada, suspiró, aliviado.

-Te han mantenido dormido cuatro meses. Has tenido la columna sujeta con clavos y pensaban que podías haberte quedado paralítico. Gracias a Dios, estás bien.

-Gracias -susurró, aliviado.

Los médicos se dieron por satisfechos y comentaron entre ellos el éxito de su gestión dándose palmaditas en la espalda unos a otros mientras abandonaban la habitación.

-¿Qué pasó con el nido? -preguntó Jonás.

-Pete... -dijo Jill, triste-. Me ayudó a destruirlo, pero él... No lo consiguió... Ha muerto, Jonás.

El muchacho la invitó a sentarse a su lado y ambos lloraron, sentados en la cama y consolándose mutuamente. Jill lloraba con sinceridad, pues aún después de ese tiempo se sentía culpable por que sabía lo que había pasado. Había decidido mentir porque Pete ya nunca haría daño a nadie y no quería que Jonás le recordara con odio. Y, sin embargo, todo había acabado.

FIN

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